El microrrelato ganador ha sido "Su aliento" de Carla Benet Durán, y la mención de honor se la ha llevado "Camino de perfección" de José Ignacio Ceberio.
Enhorabuena a los dos.
Mañana, según anuncian desde www.walskium.com, se podrán leer en la propia página ambos textos. Yo me pasaré por allí para comprobar la calidad que atesoran, pero antes aprovecho para publicar aquí el que yo envié al concurso. Debo reconocerlo: lo mío no es el microrrelato (me gusta extenderme en mis escritos, qué le voy a hacer), pero creo que este no es de los peores que he escrito. Juzgazlo vosotros mismos. ¡Un saludo!
ÚLTIMO LATIDO
Cómo lo
acariciaba el aire… Era una sensación más placentera que el mejor de los
orgasmos. Los golpes de viento, siempre ascendentes, le revolvían el pelo gris
y jugueteaban con su jersey, ondulándolo como un mar blanco y rojo a merced de una tempestad
deseada y provocada por él mismo.
Tenía los ojos cerrados y una
sonrisa en la cara. Una sonrisa de auténtica felicidad que bordeaba su rostro
de arrugas y le confería un aspecto casi onírico. El sonido de su ropa al
agitarse sobre su cuerpo era hipnótico, un canto de sirena que penetraba en sus
oídos como la más sublime de las melodías.
Había imágenes en su cabeza, y
pasaban deprisa, una tras otra, como diapositivas en blanco y negro
repitiéndose en un bucle infinito de planos cenitales y flashbacks. No eran imágenes agradables, pero el sentimiento, la
aureola de quietud que las envolvía… Oh… Eran la obra de arte definitiva, la
capilla Sixtina de todas sus aspiraciones.
Extendió los brazos y sintió cómo el
aire inflaba la tela del jersey bajo sus axilas, cómo el frío invierno de
Madrid se colaba entre las ínfimas uniones de los hilos y se llevaba lejos el
fuerte olor a sudor y miedo que desprendían.
Miedo.
Ese era el sentimiento que había
dominado su vida durante los años anteriores.
Noches infinitas de gritos, de
lágrimas y de frustración. De oscuridad y sombras vagando en su interior. De
oraciones silenciosas implorando o la muerte o el olvido.
Pero ahora, mientras sus ojos
disfrutaban del negro paisaje de sus párpados, el aire le arrancaba esos
recuerdos y los arrojaba a una noche sin luna. Eso era todo cuanto sabía, todo
cuanto sentía… y todo lo que deseaba.
Era extraño, sin embargo, que fuese
capaz de sentir todas aquellas cosas, igual de extraño que el hecho de que
fuese capaz siquiera de pensar, porque un hombre no debería poder sentir o
pensar cuando su corazón, el recipiente de tales emociones, reposaba sobre el
suelo a veinte metros de él, manando aún densos regueros de sangre.
Miedo.
Cómo se diluía poco a poco en su
mente…
Cómo se escurrían sus tonos sombríos
entre las ráfagas de viento que lo consolaban…
Seguía con los brazos extendidos,
como un Cristo liberado del peso de su cruz. Su pelo se mantenía en una postura
forzada, antinatural, y se agitaba de vez en cuando al paso de alguna
perturbación en la forma del aire. Surgieron las lágrimas, despacio, formadas
en su mayor parte de dolor, pero también de alegría. A lo lejos, sintió latir
su corazón una última vez.
Po-pom…
Supuso que el pie de su hijo
descansaba ahora sobre él, empapado en su sangre tibia y oscura, pero no le
importó.
Había soportado un horror
indescriptible, y Víctor, ese pequeño de cinco años que nació en un día soleado
y que no lloró mientras lo hacía, era el único responsable. O la cosa que vivía en su interior, no lo
sabía. Esa cosa que lo hacía
destrozar las paredes a puñetazos, que lo obligaba a doblarse en posturas
imposibles, que le susurraba al oído las más obscenas proposiciones… Esa cosa que le había arrancado el corazón
del pecho al negarse por primera vez a obedecer sus órdenes.
Sí…
El
aire…
El
viento era su barquero. El vacío, el río Estigio. Su sonrisa, una moneda de
plata.
Abrió
los ojos.
El
viento se coló en ellos y los secó al instante, dejando suspendidas sus
lágrimas. Mientras observaba cómo la silueta a rombos de la acera se acercaba
inexorable, rio.
Desde
la ventana, siete pisos por encima, Víctor también.
14 de noviembre de
2013